Un duelo emoticón.

No deberíamos confundir la utilidad con la humanidad.

En casa de papá.

Cristina perdió a su padre. Cáncer. Era de esperar y estuvo esperando este momento con él. Pudieron despedirse. Pudieron decirse palabras dulces. Pudieron mirarse a los ojos, llorando. Pudieron reír recordando momentos divertidos del pasado. Pudieron recordar la vida a tres, con mamá, antes de que muriera, hace diez años. Pudieron pedirse perdón, darse las gracias, vivir la magia del compartir momentos tan íntimos como los últimos días de una vida.

Cristina le prometió que sería feliz, o que por lo menos lo intentaría con todas sus fuerzas. 

Su padre le dijo que había sido un regalo tener una hija como ella, que se iba ligero, sereno, contento.

Dejó el cuerpo un jueves de enero por la mañana. La luz del sol entrando por la ventana.

En el tanatorio.

Un funeral con dos personas: Cristina y una amiga suya. Los demás familiares, o demasiado mayores para ir o demasiado desconocidos para importarle estar.

En casa.

Cristina está bien. Sabe que ahora está un poco más sola que antes. Sin embargo tiene muchas memorias de amor para darle conforto. No hay rastro de sentimientos de culpa ni remordimientos. Está en su casa, en silencio. Tiene ganas de relaciones que nutren, de compartir lo que ha estado viviendo en estos últimos tiempos.

Tiempos que han cambiado, por lo que parece. La única persona con la cual ha hablado por teléfono ha sido la amiga que estuvo en el funeral.

Los demás amigos han escrito mensajes, acompañados por uno o más emoticonos: 💔 ❤️ 🙏🏻 😢 😓 😔 🕊…

Unos pocos han enviado vocales. Y después del vocal, un emoticón.

No ha contestado a ninguno de ellos. Está reflexionando si lo quiere hacer. Es consciente que no quiere vivir un duelo emoticón. Quiere vivir un duelo real, acompañada por personas reales que viven una vida real, no digital.

No deberíamos confundir la utilidad con la humanidad.