Vas al restaurante y te lo pasas bien. Buena compañía, buen trato, buena comida. Y finalmente el café. Que resulta ser muy malo. No sabes el porque, si es el café mismo, si es la maquina o un error humano de la persona encargada de preparártelo. Lo único que sabes es que es asqueroso y que estás a punto de escupirlo. Piensas que no te lo mereces. Que iba todo más o menos bien, antes del café. Es que no se puede servir un café así. Ni en el peor bar, la verdad. No sabes si decírselo o no al camarero. Sí que estás pensando en la reseña que dejarás en las redes sociales. “Todo bien pero se derrumbó todo al probar el café…” Qué rabia. La última sensación en la boca te ha hecho olvidar todo lo que viviste antes. Las risas y los buenos sabores de la comida han sido sepultado bajo la montaña de estiércol emocional que te ha causado la decepción. No ha sido el café. No. Ha sido la decepción.
Un café malo no puede destruir una entera comida.
La rabia almacenada puede hacerlo. La creencia que al fin y al cabo lo bueno no puede durar mucho, también. Que antes o tarde algo vuelve a decepcionarte y hacerte enfadar. Que no te mereces sonreír demasiado tiempo.
Un acontecimiento triste no es una vida triste.
Un acontecimiento no es la vida entera.