La amistad es una forma de amor.
Una de las formas más pura, yo creo, porque no contempla la exclusividad y deja espacio a un compartir espontáneo, libre, maduro. Tal vez, diría, bien en sintonía con la vida misma, que no es exclusiva de nadie, que se abre a la luz como a la oscuridad, que de igual manera deja nacer y deja morir.
Cuando un amigo se va me vienen a la mente muchas canciones, muchas músicas. Deberíamos pasarnos la vida bailando y cantando y riéndonos de alegría, celebrando este eterno momento presente juntos. Celebrando los buenos recuerdos. Hablando bien de los que ya se fueron. Que se fueron y que todavía viven en nuestras memorias.
Cuando un amigo se va, siento que me deja deberes. ¡Vive! ¡Ama! ¡Atrévete! ¡Pide perdón! ¡Ayuda a todos los que puedas! ¡Sueña! ¡Sueña! ¡Por Dios, sueña! ¡Y luego haz algo con aquel sueño!
Cuando un amigo se va, el sufrimiento por la pérdida se mezcla con la sorpresa y con la gratitud y me pregunto “¿Qué más puedo aprender en esta aventura que a menudo duele un montón?”
Cuando un amigo se va, saco algo de la maleta que iba preparando. Todo lo pesado se queda aquí. Es un sabio recordatorio de lo que deberíamos hacer a diario.
Cuando un amigo se va, pienso que en algún momento seré yo a irme. Y pienso que no quiero dejar ninguna huella. Solo un buen perfume detrás mío. Nada más.